Réquiem

A la entrada del pueblo, justo donde la carretera de Santa Clara se convierte en la calle Brito, han colocado una valla nueva, flamante, en lugar de la anterior, que llevaba años desdibujándose a la intemperie. Los colores vivos y la relativa novedad del diseño no consiguen, sin embargo, distraer la atención sobre lo que comenzó siendo apenas una sospecha y ha terminado como una certidumbre avasalladora: el cartel de bienvenida a Sagua la Grande ha resultado el cambio más ostensible de la ciudad en el aniversario 200 de su fundación.

Uno de los dos cambios, diría yo, que he anotado la más reciente crecida del Undoso no solo como el parteaguas que en realidad fue para la historia fluvial de mi familia, sino también como el único homenaje que el río conseguiría prodigar a la población acomodada en sus márgenes; un homenaje cruel, es cierto, pero el río puede permitirse tales excesos de sadismo.

Al menos a sus veleidades se ha sobrepuesto la urbe desde siempre, ha erigido diques y compuertas para contener los escurrimientos e impedir que la villa toda se ahogue un metro bajo agua, como ya sucedió en 1894 y en 1906. A lo que no logra sobreponerse es a los embates de otra inundación no menos perniciosa: la desidia, ese cáncer intangible que, como el río, le ha erosionado los cimientos; ese no hacer, no pintar, no reparar que mantiene a raya cualquier posibilidad de progreso y que levantó el pasado año, ante la declaración de Monumento Nacional otorgada al centro histórico de Sagua, una sensación generalizada de estupor.

Nadie sabía entonces -tampoco ahora- qué hacer con semejante condición, qué cuerda pulsar para que el título honorífico sirviera de algo o qué benévola comisión había decidido otorgarle el reconocimiento a una localidad que se ha desmigajado de a poco: una esquina hoy, otra mañana, un parque con todos sus bancos en el sitio donde alguna vez se irguió un edificio, las mansiones emblemáticas vencidas por la humedad, la imagen grisácea y despintada de un paraje que conserva, no obstante, sus ínfulas de ciudad próspera venida a menos.

Todo un año ha pasado desde que al centro histórico urbano de Sagua la Grande le fuera conferida la condición de Monumento Nacional, y dos centurias enteras desde que los primeros pobladores se sometieran al rito de la misa fundacional, un suceso sin más pretensión que la de asignar a las sucesivas generaciones de sagüeros un día en el santoral católico para festejar lo que ya venía consolidándose desde fines del siglo XVIII: el debut de la ciudad en el concierto del mundo civilizado.

De modo que no debe enervarnos el hecho de que la otrora Villa de la Purísima Concepción de Sagua la Grande se esté desbarrancando hacia su cumpleaños 200 -faltan apenas 17 días con sus noches- sin que haya recibido la bendición de un pasado de mano: la restauración del Palacio Arenas, por ejemplo, el remozamiento de no pocas fachadas, el estudio integral de los taludes del puente El Triunfo -que estuvo a punto de ser arrastrado por las corrientes de octubre- o el más mínimo intento de colorete.

No debe enervarnos, repito, porque las fechas no significan nada, porque para salvar del derrumbe a esta ciudad del centro norte de Cuba nunca alcanzan los recursos y porque, en última instancia, satisfacer las nostalgias de la gente no figura en los maltrechos acápites del presupuesto.