¿Ayotzinapa somos todos?

“El crimen nos Iguala”. Jorge Drexler

Sacaron del camión los cuerpos. Casi todos, vivos; unos 10 o 12, ya asfixiados por el aire que entraba a cuentagotas y el peso de los compañeros que les fueron cayendo encima. Alguno llegó a sentir cómo crujieron bajo sus costillas las costillas de otro, inerte.

No hubo piedad para los estudiantes de la escuela normal rural de Ayotzinapa. No hubo un minuto de cabildeos, de “no los maten, son tan jóvenes…”; un segundo siquiera de duda antes de ultimarlos con la bala que les estaba destinada desde que, horas antes, la mismísima policía los entregara a Guerreros Unidos, ese ejército del terror que campea por su respeto en Iguala.

Les dispararon a mansalva, como a conejos; sostenidos de los brazos y las piernas, los columpiaron para tomar impulso y los lanzaron luego al centro de la quebrada donde se fueron apilonando, uno sobre otro, en una especie de pira funeraria más digna de los sacrificios aztecas descritos en las crónicas de Bernal Díaz del Castillo, que de la sociedad civilizada y próspera que se pretende México.

La pirámide humana ardió durante horas. Desde la medianoche hasta las tres de la tarde los cuerpos se consumieron en un fuego denso que los verdugos alimentaron con diesel, llantas, leña, plástico…; un fuego que redujo a cenizas la remota posibilidad de identificarlos, de poner rostro y nombre y apellidos y certeza al dolor de cada familia.

Punto final. Hasta aquí la versión que —detalles más, detalles menos— sostuvo la Procuraduría General de la República de México cuatro meses y un día después de que los jóvenes desaparecieran sin dejar rastro, literalmente. Cuatro meses, un día y una ola de indignación que, al parecer, no tiene para cuándo apaciguarse.

“Fueron privados de la libertad, privados de la vida, incinerados y arrojados al río. En ese orden. Esta es la verdad histórica de los hechos, que debe tener validez jurídica ante los órganos jurisdiccionales”, aseguró Jesús Murillo Karam, procurador general de México, en una rueda de prensa que atizó la ojeriza de los padres y echó aún más leña al fuego en un escenario caldeado desde el primer momento.

“Fueron privados de la libertad, privados de la vida, incinerados y arrojados al río. En ese orden”. Lo repito ahora, mientras leo por enésima vez la declaración oficial, y no me parece que se refiera a 43 jóvenes, sino a reses, carneros o conejos; a una manada de animales que hubieran terminado sin el dolor de nadie en el fondo de algún despeñadero.

Pero Murillo Karam habla de los muchachos pobres de Ayotzinapa, del caso que marcará con una cruz de ceniza a Enrique Peña Nieto hasta el fin de su carrera política, por más que haya intentado convencer al país de seguir adelante. “Es doloroso aceptarlo —ha dicho el presidente en su cuenta de twitter—. Hemos pasado por momentos de profunda tristeza. Ayotzinapa nos duele a todos”.

Me pregunto qué entiende él por “todos”; cómo se atreve a comparar la pena leve, tangencial, de los millones de personas que han seguido desde lejos el crimen de Iguala —estupefactos y horrorizados, eso sí—, con el martirio insondable de los padres, con esa especie de muerte en vida que ha sido siempre perder a un hijo.

Ellos, campesinos de una zona hasta ahora casi ausente de los mapas, se aferran al resquicio de esperanza que les queda, ignorando con una ira sorda y ciega, pero no muda, las evidencias concretas y los testimonios más escalofriantes. Que el gobierno lo ha manipulado todo, dicen, acaso para consolarse; que los presuntos autores han sido forzados a declarar; que no será la primera vez que el Estado haya culpado a inocentes para cubrir sus propias faltas…

Lo repiten y hasta se lo creen, no como consigna para catalizar la rebeldía aletargada durante décadas; no como válvula de escape de un país sometido al gobierno paralelo del narco; ni siquiera porque estén hartos de cavar fosas y en lugar de agua, hallar cadáveres.

Lo repiten una y otra vez, con los rostros de los normalistas estampados en banderas y pancartas, porque saben como nadie que cuatro meses, cuatro años, cuatro décadas después, en este mundo desmemoriado únicamente ellos los seguirán buscando.