Sin Juan Quinquín en Pueblo Mocho

Una rana en camiseta/ a Pueblo Mocho llegó/ y el alcalde que la vio/ la multaba en dos pesetas. (Del folclore popular)

Bajando la loma de la Vigía, Félix Díaz Puente ve desparramarse el caserío a sus pies. Le basta un minuto de resuello para abarcar con la vista las pocas cuadras que dan forma al pueblo: unas 50 viviendas acomodadas junto a las dos vías principales, los postes de la corriente siguiendo un orden que no se atrevería a definir, los marpacíficos salpicando de rojo casi todos los portales.

De seguro ignora que también desde la ladera de una montaña miró hacia abajo Juan Quinquín, aquel guajiro que inventó el escritor villareño Samuel Feijóo y que pusiera a campear por su respeto en el corazón del Escambray.

El poblado que ese personaje observara entonces era “casi un batey. Muchos bohíos, el redondel de una valla de gallos, una sola calle larga… Desde arriba los caballos se veían como hormiguitas”.

Pero Félix no conoce las peripecias de Julio El Jachero, Suelta el Pollo o la zunzuna Mariela; y no es este el Pueblo Mocho donde Juan le echara el lazo a Teresa para escapar con ella, sino un barrio erigido en la década del 80 en el borde mismo de la comunidad fomentense de El Pedrero para llenar de brazos el café.

Lo que Félix sí sabe bien y recuerda ahora, cuando por fin deja atrás la empinada cuesta y saca del bolsillo la llave de su casa, es aquella mañana en que cruzó el umbral por primera vez. Nuevecita de paquete se la entregaron para que se aplatanara y echara raíces junto al grano rojo, y desde ese día no hay quien le haga un cuento en 10 leguas a la redonda.

Alrededor de 150 personas habitan el lugar, que oficialmente se llama Pedrero Arriba. Pero la picardía montuna, pródiga en seudónimos ocurrentes para bautizar sitios casi desconocidos como La loma de la candela o Blúmer flojo, le encasquetó desde el principio Pueblo Mocho.

“No se haga demasiadas ilusiones ni se llame a engaño, periodista, aquí muy poca gente ha oído hablar del Juan Quinquín ese. El nombre le viene porque todo se quedó a medias, como quien dice cojo”, comenta un lugareño que pasa a caballo y le tumba a este equipo de prensa las alas del descubrimiento.

Con demasiadas ínfulas de villorrio independiente se pusieron los cimientos. Para cuando las paredes rebasaron la altura en que suelen embarrarse de tierra cuando llueve, ya se habían borrado de los planes la bodega, el consultorio propio, el círculo social.

“A decir verdad, esas son visiones porque nos arreglamos perfectamente caminando unas cuadras más. Si El Pedrero está ahí mismo…”, comenta Alipio Méndez, residente en la zona desde hace más de una década.

Antes del cantío de los gallos ya andan los vecinos despiertos, con los aparejos listos para entrarle a los cultivos o al laboreo en la Empresa Agropecuaria de Fomento Cubacafé. Sin embargo, Pueblo Mocho es más que ese espacio bucólico recostado a una elevación sin renombre.

A pesar de los años pidiendo a gritos un “pasadito de mano”, no es el deterioro de la carpintería ni los vaivenes del voltaje lo que les quita el sueño a los moradores, sino las fosas que se desbordan en cuanto el suelo comienza a saturarse.

Pero más temprano que tarde las aguas bajan, como los lugareños por la silueta de la Vigía, cuando regresan de noche y el caserío les parece una lejana reunión de cocuyos. Y es que ya lo tienen probado los más viejos: “En Pueblo Mocho se olvidan hasta los dolores”.

Tal vez por ello, o porque aún queda romanticismo dormido bajo los atejes, quienes vienen de aquellas lomas juran haber escuchado la voz de Teresa Canelo, entre tímida y zalamera, convocando al jolgorio donde habría de conquistar para siempre a Juan Quinquín:

“Venga mañana a la parranda… Total, usted está fuerte y el camino es bonito. ¡Y Pueblo Mocho es lo más lindo que hay!”.